miércoles, 27 de marzo de 2013

DEL MIEDO AL ADIÓS



Siempre he pensado que una de las cosas más difíciles en la vida es despedirse. Una nunca sabe ni cómo ni cuándo hacerlo…

Empiezas por levantarte, carraspeas, expresas tu intención de empezar a marcharte, pero a veces cualquier excusa es buena para demorar la marcha un poquito más. Ocurre muchas veces cuando estás a gusto que en realidad no quieres irte, simplemente intentas ser educada por si la otra persona quiere marcharse o tiene otro plan,  o por darle la oportunidad de invitarte a quedarte más rato.

Hay personas que se despiden deprisa y corriendo. Las admiro. Agarran el bolso y, de la misma forma que llegan, se van. Sin dejar ni rastro de su paso por nosotros. Insisto, las admiro profundamente. Como una pequeña brisa que mueve las cortinas, pero las deja imperturbables. Así, sin más, sin dolor, sin pena ni gloria.

Hay otro tipo de personas que merodean, alargan la despedida, se van y vuelven corriendo, entre lágrimas, suplicando no tenerse que ir tan pronto. Poco se plantean si merece la pena o no quedarse, es tan terrible el dolor de la separación que prefieren dejar pasar las horas y los días. Acumulan citas, agendas, arrastran…

Pero las hay también que miden sus tiempos, saben exactamente cuándo toca llegar, a qué hora es la despedida y cómo decir adiós dejando su marca incorporada, y llevándose mucho en su partida. Con un montón de recuerdos en la maleta y lágrimas en los tacones, se alejan con la plena satisfacción de que la visita ha sido placentera, plena. La anticipación de un posible reencuentro no ensombrece la marcha, ni deja ventanas abiertas que duelen. Son personas que aman y viven a cada paso, sin preguntas, sin esperar respuestas, saben que todo irá bien, que el fin llegó porque debía llegar. Conocen su destino y, si no, tiran de mapas.

¿Cuál de estas personas eres tú?




Es, sin duda, muy difícil decir adiós, dejar marchar, marcharse… Duele, amenaza con hundir nuestro universo particular, asfixia, nos mutila el alma y el corazón. Pero, ¿y si le diéramos la vuelta? ¿Y si significara el comienzo de algo mejor, una nueva oportunidad de reencontrarnos?

 Como ocurre con los cambios inesperados, el final de una etapa o de un ciclo vital supone el comienzo de uno nuevo. Supone una crisis vital que desgarra, pero también que da paso, regala…

Decir adiós no me gusta, me asusta, me hace temblar de pies a cabeza. Suena y huele a lágrimas, pero reconforta. Sería terrible no despedirse jamás de aquello que nos oprime. Como caminar arrastrando kilos y kilos de peleas, reproches, desamor, jefes insufribles, pérdidas dramáticas. No nos dejarían avanzar, el peso sería insoportable.

A veces me siento a pensar en todo aquello que he ido dejando atrás. Puedo aún sentir en mi carne el desgarro, la angustia del después. Pero en el ahora, doy gracias cada día por haber sido valiente, por serlo a cada paso de mis nuevos caminos que voy creando. Doy gracias por quienes me acompañaron en cada despedida, enfundada en unas grandes gafas de sol que ocultaran el miedo, como una gran barrera que lo apartara de mí. Gracias porque lo que me ha ido deparando cada adiós ha sido mejor y mejor.

Porque incluso las cosas que nos hicieron felices un día pueden entristecer hasta nuestro días más soleados. Sólo tenemos una vida, la que vivimos ahora, cuídala. Cuídate. Di adiós. Estrecha tu mano, aprieta y suelta…





1 comentario:

  1. Buff pero que miedo que dan las hojas en blanco!!! Y que difícil es tener que soltar amarras para emprender el viaje cuando nunca antes te habías planteado marchar sin maleta!

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