Siempre he pensado que una de las cosas más
difíciles en la vida es despedirse. Una nunca sabe ni cómo ni cuándo hacerlo…
Empiezas por levantarte, carraspeas, expresas tu
intención de empezar a marcharte, pero a veces cualquier excusa es buena para
demorar la marcha un poquito más. Ocurre muchas veces cuando estás a gusto que
en realidad no quieres irte, simplemente intentas ser educada por si la otra
persona quiere marcharse o tiene otro plan, o por darle la oportunidad de invitarte a quedarte
más rato.
Hay personas que se despiden deprisa y corriendo. Las
admiro. Agarran el bolso y, de la misma forma que llegan, se van. Sin dejar ni
rastro de su paso por nosotros. Insisto, las admiro profundamente. Como una
pequeña brisa que mueve las cortinas, pero las deja imperturbables. Así, sin
más, sin dolor, sin pena ni gloria.
Hay otro tipo de personas que merodean, alargan la
despedida, se van y vuelven corriendo, entre lágrimas, suplicando no tenerse
que ir tan pronto. Poco se plantean si merece la pena o no quedarse, es tan
terrible el dolor de la separación que prefieren dejar pasar las horas y los
días. Acumulan citas, agendas, arrastran…
Pero las hay también que miden sus tiempos, saben
exactamente cuándo toca llegar, a qué hora es la despedida y cómo decir adiós
dejando su marca incorporada, y llevándose mucho en su partida. Con un montón
de recuerdos en la maleta y lágrimas en los tacones, se alejan con la plena
satisfacción de que la visita ha sido placentera, plena. La anticipación de un
posible reencuentro no ensombrece la marcha, ni deja ventanas abiertas que
duelen. Son personas que aman y viven a cada paso, sin preguntas, sin esperar
respuestas, saben que todo irá bien, que el fin llegó porque debía llegar. Conocen
su destino y, si no, tiran de mapas.
¿Cuál de estas personas eres tú?
Es, sin duda, muy difícil decir adiós, dejar
marchar, marcharse… Duele, amenaza con hundir nuestro universo particular,
asfixia, nos mutila el alma y el corazón. Pero, ¿y si le diéramos la vuelta? ¿Y
si significara el comienzo de algo mejor, una nueva oportunidad de
reencontrarnos?
Como ocurre
con los cambios inesperados, el final de una etapa o de un ciclo vital supone
el comienzo de uno nuevo. Supone una crisis vital que desgarra, pero también
que da paso, regala…
Decir adiós no me gusta, me asusta, me hace temblar
de pies a cabeza. Suena y huele a lágrimas, pero reconforta. Sería terrible no
despedirse jamás de aquello que nos oprime. Como caminar arrastrando kilos y
kilos de peleas, reproches, desamor, jefes insufribles, pérdidas dramáticas. No
nos dejarían avanzar, el peso sería insoportable.
A veces me siento a pensar en todo aquello que he
ido dejando atrás. Puedo aún sentir en mi carne el desgarro, la angustia del
después. Pero en el ahora, doy gracias cada día por haber sido valiente, por
serlo a cada paso de mis nuevos caminos que voy creando. Doy gracias por quienes
me acompañaron en cada despedida, enfundada en unas grandes gafas de sol que
ocultaran el miedo, como una gran barrera que lo apartara de mí. Gracias porque
lo que me ha ido deparando cada adiós ha sido mejor y mejor.
Porque incluso las cosas que nos hicieron felices un
día pueden entristecer hasta nuestro días más soleados. Sólo tenemos una vida,
la que vivimos ahora, cuídala. Cuídate. Di adiós. Estrecha tu mano,
aprieta y suelta…
Buff pero que miedo que dan las hojas en blanco!!! Y que difícil es tener que soltar amarras para emprender el viaje cuando nunca antes te habías planteado marchar sin maleta!
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